
A estas alturas nadie se sorprenderá si
cuento que todos mis esfuerzos por estar al día en lo que se lleva y
vende en el mundo de la cosmética van acompañados por la firme
convicción de que es fundamental no olvidar lo de toda la vida, lo que
se ha hecho siempre, lo que va más allá de las modas y demuestra, con el
paso del tiempo, que si se mantiene será por algo. Las recetas de la
abuela, vaya.
Conservar y practicar estas «fórmulas
mágicas» cuando existen tantos productos en el mercado que las
sustituyen sin problema a golpe de tarjeta tendrá sus motivos, supongo.
Así, a bote pronto, se me ocurre que puede ser por tradición, por
nostalgia o por eso tan socorrido de ahorrar tirando con lo que se tiene
por casa. Aunque también podemos dar la vuelta a la tortilla y decir
que nada más ecológico y menos consumista que preparar ungüentos con
cosas comestibles, dejando de lado los plásticos tanto en formato micro
como macro. Lo de ser modernas tiene eso: hacer de lo rancio tendencia
es casi que un mandamiento de la nueva era.
Quede claro que yo no me dejo engañar.
Aquí todo el mundo parece que ha descubierto la pólvora, pero hasta hace
cuatro días usar la mayonesa como mascarilla y ponerse rodajas de
pepino en los ojos no era ni natural ni eco-consciente; era hacer un
apaño, y punto. Y de eso va esta nueva sección, de tirar de lo que se
tiene a mano sin grandes complicaciones ni aspavientos. En todo caso,
añadiendo un poco de confianza ciega, ingrediente esencial para
conseguir el efecto placebo.
Aceite de romero para el pelo
Esto más que una receta es un ritual que
mi abuela practicaba cada tres o cuatro meses en aquellos tiempos en
los que no se hacía raro pasar el día en casa con un turbante. Su
objetivo es dar brillo y textura al pelo seco.
El método es muy sencillo. Primero se
recolecta romero (en el supermercado, en el campo o desplumando ese que
compramos para hacer recetas de Jamie Oliver y milagrosamente sobrevive
en el balcón). Una vez recolectado, se lava y se seca. Tras ello, se
hace una infusión en aceite de oliva, se pringa el pelo con ella y se
dejan pasar unas horas (mejor un día entero, y aún mejor un día y una
noche). Luego se lava. Y listo.
A continuación lo explico más despacio y con dibujos, para que no surjan dudas.

Antes de que os lancéis a hacerme
preguntas aclaro que las cantidades en este tipo de recetas son a ojo:
a) un puñado; b) un chorro; c) de tamaño medio. O, aplicando la lógica,
la cantidad de aceite y el tamaño de la sartén dependerán del largo y el
volumen del pelo, la de romero de las anteriores. Digamos que el romero
en el aceite tiene que ser suficiente para que el segundo se empape
bien de sus propiedades, y al mismo tiempo tener espacio para moverse en
la sartén.

Primero se calienta el aceite, luego se
echa el romero y se retira la sartén del fuego. O, en otras palabras, el
romero no se fríe: se hace con él una infusión.

Cuando se haya enfriado se moja en el
aceite un algodón o un paño y con él se va aplicando en el pelo hasta
que quede más o menos todo cubierto, insistiendo en las puntas. Después
se cubre la cabeza (con una camiseta vieja, por ejemplo) y se hace vida
normal (todo lo normal que puede ser con un turbante improvisado) para
que nuestra pócima haga su efecto. Advierto que huele bastante mal.
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