Hasta hace poco pensaba que yo decía que no me maquillaba pero en realidad
sí lo hacía. Tenía una especie de estuche con pinturas medio ajadas, muchas de
ellas con los nombres ya borrados, con el aspecto de las Plastidecor que
llevaba al colegio y un aura de reliquias, porque traían recuerdos de “esa vez
que para esa boda pensé que…”. El lápiz por si me daba por pintarme la raya del
ojo un día, la barra labios porque a veces apetece que tengan “algo de color”,
una base que compré para algo y pasado un tiempo empezó a oler raro,…
Hoy pienso todo lo contrario. Es decir, me maquillaba, pero en realidad no
lo hacía. Y lo sé por todo lo que estoy aprendiendo de l@s gurús. Arte, ritual,
momento místico, … se llame como se quiera, para l@s verdader@s expert@s
maquillarse tiene más de hacer salir un estado interior que de taparse para
ocultarlo. Si tu cara refleja pocas horas de sueño, una resaca o un molesto
catarro, algo tan simple como ir al supermercado se convertirá en una
peregrinación. Sin embargo, si en quince minutos consigues que tu aspecto pase
a ser el de una lozana mozuela dispuesta a cualquier aventura, como que sales
de casa con otro ánimo. El que querías tener y, gracias a un poco de maquillaje
bien puesto, más o menos has logrado.
Con ello no quiero decir que lo haya conseguido, sino que siento que estoy
en el camino.
Como casi todo, lo de maquillarse conlleva hacerse con herramientas. Así
que he comenzado por las básicas, para ir haciéndome pasito a pasito con un tocador
más o menos decente. Lo primero que me ha quedado claro es que necesitaba una
brocha Kabuki; es decir, con cabeza plana y muy muy densa, para difuminar, y
difuminar, y difuminar, y difuminar,… hasta que la base forma parte de tu piel
y el efecto máscara desaparece por completo.
Por el precio y la accesibilidad, me he decidido por esta, que de momento
está dando buenos resultados. Al menos, para una principiante. O sea, que no
suelta pelos.