jueves, 14 de febrero de 2019

Imprescindibles: el pincel Kabuki


Hasta hace poco pensaba que yo decía que no me maquillaba pero en realidad sí lo hacía. Tenía una especie de estuche con pinturas medio ajadas, muchas de ellas con los nombres ya borrados, con el aspecto de las Plastidecor que llevaba al colegio y un aura de reliquias, porque traían recuerdos de “esa vez que para esa boda pensé que…”. El lápiz por si me daba por pintarme la raya del ojo un día, la barra labios porque a veces apetece que tengan “algo de color”, una base que compré para algo y pasado un tiempo empezó a oler raro,… 


Hoy pienso todo lo contrario. Es decir, me maquillaba, pero en realidad no lo hacía. Y lo sé por todo lo que estoy aprendiendo de l@s gurús. Arte, ritual, momento místico, … se llame como se quiera, para l@s verdader@s expert@s maquillarse tiene más de hacer salir un estado interior que de taparse para ocultarlo. Si tu cara refleja pocas horas de sueño, una resaca o un molesto catarro, algo tan simple como ir al supermercado se convertirá en una peregrinación. Sin embargo, si en quince minutos consigues que tu aspecto pase a ser el de una lozana mozuela dispuesta a cualquier aventura, como que sales de casa con otro ánimo. El que querías tener y, gracias a un poco de maquillaje bien puesto, más o menos has logrado.

Con ello no quiero decir que lo haya conseguido, sino que siento que estoy en el camino.

Como casi todo, lo de maquillarse conlleva hacerse con herramientas. Así que he comenzado por las básicas, para ir haciéndome pasito a pasito con un tocador más o menos decente. Lo primero que me ha quedado claro es que necesitaba una brocha Kabuki; es decir, con cabeza plana y muy muy densa, para difuminar, y difuminar, y difuminar, y difuminar,… hasta que la base forma parte de tu piel y el efecto máscara desaparece por completo.

Por el precio y la accesibilidad, me he decidido por esta, que de momento está dando buenos resultados. Al menos, para una principiante. O sea, que no suelta pelos.

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